La evaluación de los sistemas educativos ¿un
discurso amenazante para el profesorado?
Publicado en el Diario de la educación el 23/11/2017 http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/11/23/la-evaluacion-de-los-sistemas-educativos-un-discurso-amenazante-para-el-profesorado/
Carmen Rodríguez, José Gimeno y Francisco Imbernón, miembros del Foro de
Sevilla (https://porotrapoliticaeducativa.org/ )
Quienes nos dedicamos a la educación no estamos
en contra de la evaluación, de todo tipo y cualquiera que fuera el aspecto,
agentes, centros y sistema educativo. De éste último vamos a ocuparnos.
Lo que nos inquieta son las derivaciones, no
siempre visibles ni benignas, de algunas prácticas que van instalándose y
consolidándose en el sentido sin percatarse de que pueden tener consecuencias
graves para el profesorado y también para el alumnado. La reticencia no es oposición,
solo hacer evidente que otras prácticas de evaluación son posibles.
Sencillamente consideramos que se puede hacer de otra manera.
Evaluar cualquier aspecto, componente o agente
del sistema educativo, per se y en
principio, no es algo positivo o negativo. Depende de si: a) el objetivo para
realizarla es pertinente y relevante, en orden a alcanzar los grandes fines de
la educación. Todo lo que podría ser evaluable de alguna manera y en alguna
medida, no tiene que ser evaluado necesariamente. Esta es una prevención
especialmente significativa por el clima positivista que predomina en la investigación
y en el pensamiento sobre la educación. b) Los métodos para la indagación y la
crítica elegidos tienen que ser idóneos y capaces para proporcionarnos la información pertinente que se precisa.
c) Valorar si esa información nos
proporciona el conocimiento que nos permite tomar decisiones acertadas y
mejorar nuestras instituciones, la educación y, en general, la sociedad. Estos
principios actúan de mecanismos de “vigilancia” que detectan perversiones y
desnaturalizaciones de las prácticas evaluativas, de manera fortuita o
intencionadamente que pudieran producirse.
Un ejemplo de desnaturalización de la
evaluación, en principio voluntaria, se puede apreciar en el caso de las
evaluaciones del sistema educativo que se han legitimado (como PISA) haciendo
creer que son necesarias para la mejora de la educación, para la
democratización de las relaciones sociales y para la petición de la
responsabilidad que le quepa a cada uno y, particularmente a los poderes
públicos. En verdad, a lo que están sirviendo estas prácticas de evaluación
externa es a la imposición de un proyecto bien delimitado de currículum que
anula lo que se supone es el sentido común.
Nadie debería oponerse a que se evaluara el sistema educativo como servicio público al
que se demandan ambiciosas metas definidas socialmente y en el que se invierten
muchos recursos. Las evaluaciones sirven para conocer su estado en el que se
encuentra lo evaluado recogiendo evidencias y para que sus conclusiones
informen sobre procedimientos democráticos de decisión y mejora. Su principal
objetivo sería vigilar que no se relajen los principios rectores de un sistema
educativo democrático: la responsabilidad educativa, el aprendizaje del
alumnado, la solidaridad, la igualdad, la libertad de pensamiento, así como la
inclusión y el fomento de la convivencia, entre otros valores propios de una
sociedad democrática y se mejoren progresivamente.
El interés por la evaluación ha cambiado a lo
largo del tiempo, aunque siempre buscando la “mejora” de los sistemas
educativos. En los años sesenta se justificaba por la importancia que tenía
analizar la igualdad de oportunidades. En los ochenta empieza a aparecer el
discurso sobre la calidad de los sistemas educativos y a partir de los noventa
se empieza a vincular la calidad
educativa con la incorporación de la evaluación como un instrumento para la eficiencia
de la economía y para la competitividad entre países y regiones.
En esta última etapa, cuando los procesos de
evaluación del rendimiento de los estudiantes a gran escala cobran una notable
relevancia en el discurso relativo a la educación, se introduce la evaluación
como dispositivo de medición, con la novedad de que los malos resultados de ser
considerados como una responsabilidad del alumnado o del contexto pasan a ser explicados
como una responsabilidad del mal desempeño docente, al que se le acusa de tener
una mala preparación. Aparece un discurso amenazante para el profesorado que se
pone en el punto de mira de la sociedad. Se vuelve a un enfoque de caja negra, donde desaparece el análisis
del proceso educativo fijándose más en los productos, desarrollando una política apoyada en la búsqueda de buenos resultados.
Se está afianzando con fuerza una tendencia de
los sistemas de evaluación que interpreta “la calidad educativa” como una
mejora de los productos o resultados de aprendizaje del alumnado y de su
rentabilidad social; un lenguaje que resulta muy atractivo a los gestores
educativos, administradores y políticas neoliberales que siempre han considerado
que los malos resultados son responsabilidad del profesorado, aprovechando ese
discurso para establecer mecanismos de control y de competitividad. A partir de
este momento adquieren una gran centralidad las evaluaciones externas de los
logros de los alumnos y alumnas que se identifican con el rendimiento de las
instituciones educativas y con el desempeño docente. Se establecen por tanto evaluaciones parciales que no tienen en
cuenta la complejidad de factores que influyen en la enseñanza, confundiendo
evaluar con aplicar pruebas basadas en competencias que miden el capital
cultural del alumnado y no lo que se enseña en las escuelas o reducen el
conocimiento a aprendizajes memorísticos y tareas sencillas. Y suelen tener la
finalidad de conducir a sistemas de rendición de cuentas (accontability), donde premian, castigan y clasifican a los centros
docentes y al profesorado según los resultados obtenidos en esas evaluaciones
parciales.
Se introduce en el imaginario educativo y
social como algo normal que evaluar sea un instrumento central y útil para organismos
gubernamentales, como la OCDE o el Consejo de la Unión Europea, que basan sus
prácticas globales en mecanismos de evaluación comparativa e indicadores, y
suponen un cambio a un enfoque cuantitativo, dibujando un escenario que
podríamos denominar “el gobierno de los datos” que tiene cada vez más
incidencia en las nuevas reformas y en las políticas educativas en general.
Siempre la evaluación tiene que servir para
apoyar a la mejora de los programas educativos, puesto que han de estar al
servicio de las necesidades y derechos de los alumnos y alumnas. Por supuesto,
que también tienen que servir para analizar la actuación del profesorado, la
idoneidad de las propuestas didácticas y el funcionamiento de las instituciones
educativas. Y estamos de acuerdo en que estas evaluaciones tienen que ser
contextualizadas y periódicas. El problema no es, pues, la evaluación, sino qué
evaluación y con qué fin la realizamos. Los mecanismos de alarma han saltado.
Nos encontramos, por tanto, dentro de un proceso neoliberal que entiende que la mejora
educativa se propicia a través de un estado vigilante del principio de
competitividad entre alumnos, profesorado e instituciones educativas, que se
desarrolla través de evaluaciones, rankings, financiación y elección de centro,
porque desconfían de la eficiencia de la enseñanza que realiza el profesorado. Sin
embargo, solo consiguen devaluar la enseñanza, causar un mayor estrés en el
profesorado y hacer que muchas instituciones educativas queden estigmatizadas,
generando desigualdades según el nivel socioeconómico de la población que tengan.
Los resultados de esas evaluaciones son, además, utilizadas por los medios de
comunicación para crear una sensación de crisis y fracaso de la educación,
olvidando la trayectoria e historia de los sistemas educativos.
Somos conscientes que las instituciones
educativas tienen que estar abiertas y ser transparentes, ante la sociedad que
las sostiene. Todo el mundo tiene derecho a ser informado de cómo es la
educación que tenemos. Esta apertura no tendría sentido si no es para mejorar
la política educativa, las instituciones escolares y para entender qué aprenden
realmente los alumnos. Cómo en cualquier otro fenómeno, situación o acción, la
evaluación es consustancial a toda actividad educativa. Pero se ha de utilizar
la evaluación como instrumento necesario para mejorar los procesos educativos,
proponiendo las medidas necesarias para atender a la singularidad y a las
necesidades del alumnado según sea el contexto en el que se desenvuelve y se
desarrolla.
Creemos que la evaluación en tanto que la
consideremos valiosa para la mejora de los procesos educativos tendría que
tener un lugar prioritario en el centro, que es donde se desarrollan las prácticas
educativas: el currículo, las tareas académicas, la organización de los centros,
las condiciones escolares y del profesorado. Las instituciones educativas tienen
que ser la plataforma desde donde arrancar la reflexión y la toma de decisiones
de mejora. Necesitamos profesores y profesoras que tengan un proyecto educativo
que se justifique en los objetivos generales del sistema educativo y tengan
autonomía para adaptar su enseñanza a las necesidades del alumnado y del
contexto social, pero no a pruebas estandarizadas. Se debe de confiar en los docentes
y ellos, a su vez, en sus estudiantes. Es necesario una cultura de la evaluación,
porque en ella se encuentran algunas de las raíces del éxito y del fracaso
escolar y la mejora social, pero tenemos que confiar en el profesorado que es
el que sabe mejor cómo va el proceso de aprendizaje del alumnado.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada